aeafa

[EDITORIAL Nº109] La culpa fue del chachachá

  • 07/07/2021

Han pasado exactamente cuarenta años desde que se aprobó la Ley del divorcio y, pese al cambio del sistema de causalidad a otro donde priman más los efectos, se sigue buscando el culpable de todos los acontecimientos.

Óscar Martínez Miguel | Vocal de la AEAFA


Cuando en aquélla tarde del mes de junio, después de un controvertido debate ideológico, nuestro legislador aprobó la norma por la que se crearía el cauce jurídico para gestionar las rupturas conyugales, pensó que para poder formalizar la separación o acceder a la disolución matrimonial, tendría que invocarse una causa o bien transcurrir unos determinados plazos. Acababa de ver la luz la Ley del divorcio de 1981.

Eran tiempos en los que los viernes noche las familias se reunían frente al televisor para escuchar aquello de “Un, Dos, Tres . . . responda otra vez”. En el próximo y azul verano la muerte de Chanquete iba a provocar una gran conmoción colectiva y Naranjito se abría paso en los preparativos del gran acontecimiento del deporte nacional. Habían transcurrido pocos meses desde aquél fatídico día de febrero en el que pretendieron quebrar nuestra pacífica convivencia, pero ni 'el todos al suelo' ni el uso de la fuerza pudo con un país que había solventado con el diálogo sus diferencias y se había reconciliado en la búsqueda de un proyecto común. La concordia fue posible.

Paradójicamente, en dicho contexto de entendimiento en lo público y social, se configuró la posibilidad legal de dar forma al cese de la convivencia familiar con aquellos seres más cercanos y con los que mantenemos una más íntima relación. No obstante, no estuvo exento de susceptibilidades al presuponer que se pretendía desdibujar la tradicional institución de la familia, siendo que seguramente en determinadas situaciones la ruptura matrimonial ya existía y lo que se precisaba era su regulación para su propia protección.

En cualquier caso, se quiso que fuera necesario la existencia de un motivo legal para poder obtener la declaración judicial correspondiente, no bastando la mera voluntad de los esposos para para poner fin a su vida matrimonial. Tenía que invocarse, e incluso acreditarse, que concurría el abandono injustificado del hogar, la infidelidad conyugal, la conducta injuriosa o vejatoria o cualquier otra violación grave o reiterada de los deberes conyugales. También constituía motivo la condena a pena de privación de libertad superior a seis años, el alcoholismo, la toxicomanía o las perturbaciones mentales, siempre que afectasen al interés de la familia. Si no había justa causa, tendríamos un tiempo de espera desde el efectivo cese de la convivencia, lo que implicaba dejar temporalmente en el limbo jurídico y en la total indeterminación a la familia.

Y esto solamente para la separación, ya que para alcanzar la disolución del vínculo se exigía bien la previa separación judicial o bien un más largo plazo desde que se cesó en la convivencia. En definitiva, el endurecimiento de los requisitos contribuyó a tener que gestionarse el divorcio basado en las causas del mismo, lo que llevó a los profesionales del derecho a la búsqueda en cada uno de los supuestos de cuáles eran los motivos por los que una pareja acudía a ello, y así en lugar de poner en foco en sus consecuencias, nos centrábamos especialmente en la búsqueda del culpable del fracaso amoroso. Bienvenidos al divorcio basado en la culpabilidad.

De compañero a culpable de todos los males

El justiciable que decide dar el paso de poner fin a su vida matrimonial, dado el desasosiego emocional que está sufriendo, necesita encontrar los motivos del episodio por el que está atravesando, y por ello precisa personalizar la culpa en el otro integrante de la pareja. Del compañero de vida, al culpable de todos los males. La narración de los hechos que llevan a tomar tan dramática decisión tiende a centrarse en la descripción de las conductas obstativas del otro que han hecho quebrantar la ansiosa y esperada felicidad. Ambos dos se culpabilizan mutuamente del fracaso. Y ello porque cargar con la culpa nos supone una sensación aún más angustiosa que responsabilizar al otro de la misma. Porque culpabilizar nos libera de la autorresponsabilidad.

Sin embargo, nos olvidamos de que la culpa, ese concepto tan enraizado en nuestra cultura occidental, muchas veces paraliza y hace encallar la solución del conflicto, al bloquear cualquier atisbo de búsqueda del interés común. Cuantas veces nos plantean: ¿Por qué, si yo no tengo la culpa?, y seguramente la otra parte también diría: Pues yo tampoco la tengo. Entonces, estos planteamientos confrontados nos llevan a la consecuente disyuntiva: ¿de quién es la culpa? Cuestión que trasladada a los conflictos familiares nos hace preguntarnos si en este ámbito existe realmente un solo culpable o si la situación creada ha sido consecuencia de una responsabilidad compartida por ambos.

La concepción sancionadora que comúnmente se tiene del derecho como única forma de regular la convivencia con nuestros semejantes, aunque estemos en el ámbito civil, lleva a pensar que el encontrar el culpable de un hecho, tiene como consecuencia necesaria la imposición de una sanción y su vez la obtención de un beneficio reparador para el presunto perjudicado. Éste es el motivo por el que reiteradamente el relato del que se va divorciar suele ser tendente a la imputación al otro de toda la culpabilidad.

El legislador de 1981 contribuyó a ello, aunque hay que contextualizar este divorcio causal en la necesidad en aquella época de tener una acreditada justificación legal. No obstante, con el paso de los años, pese a que en las demandas se reiteraban los motivos por los que la familia había llegado a dicha tesitura, poco a poco se fue poniendo el foco en lo que primaba para el bienestar familiar, en las consecuencias que se derivaban, en las medidas que iban a regir en lo sucesivo después de la crisis. El legislador tomó nota de ello, y veinticuatro años después, en 2005 hizo desaparecer la obligación de invocar una causa como motivo de la separación matrimonial, incluso acortó los tiempos de espera, resultando también innecesaria la separación como paso previo a la disolución matrimonial. Bienvenidos al divorcio basado en las soluciones.

Cuando nos enfrentamos a cualquier conflicto que irrumpe en nuestras vidas, la tendencia habitual es culpabilizar al otro, olvidándonos de analizar cuál ha sido nuestra contribución a la generación del enfrentamiento. Pensemos por ejemplo en un cotidiano accidente de tráfico, en el que a la salida de los vehículos, es habitual el reproche mutuo:

-¿Que no has visto el stop?!!! - diría uno, mientras que el otro increparía: ¡¡¡Pero si ibas a toda leche!!!.

Es difícil que preguntemos de forma calmada al otro por qué ha actuado así, o que nos nazca de entrada pedir disculpas por nuestra negligencia, siendo que al fin y al cabo la compañía aseguradora va a cubrir los daños del siniestro. En las relaciones personales, entre ellas las que se dan en el ámbito familiar, se dan patrones de comportamiento similares, primando a veces el reproche culpabilizador sobre la búsqueda de la corresponsabilidad para construir una solución basada en los intereses comunes.

Con la modificación del Código Civil en 2005, ya no es necesario invocar causa alguna en la solicitud del divorcio, puesto que la focalización se ha puesto en las consecuencias del mismo, en qué medidas son las idóneas para que la familia supere el bache y continúe con sus vidas de la mejor forma posible. En esta ardua tarea la abogacía especializada tiene que jugar un papel importante, en nuestra condición de directores y gestores de los conflictos familiares.

Han pasado exactamente cuarenta años desde que se aprobó la Ley del divorcio, y pese a la transformación del sistema de la causalidad en un sistema donde priman más los efectos, seguimos presenciando que los ciudadanos que se enfrentan a la gestión de la crisis postmatrimonial y durante todos los siguientes años en los que les van seguir surgiendo conflictos, siguen con la búsqueda del culpable de todos los acontecimientos en los que se ven inmiscuidos. Como profesionales, desde nuestras habilidades y competencias, y siempre que sea posible, procuremos construir desde la corresponsabilidad las soluciones más idóneas para el bienestar de las familias.

“Ay. . . cómo hemos cambiado”, cantaban los valencianos Presuntos Implicados. Aunque quizás, a pesar del transcurso del tiempo, de los cambios legislativos y de los valores socio‐culturales, no hayamos cambiado tanto.