aeafa

Deontología propia y crisis matrimoniales. Especialización y Publicidad

  • 26/07/2021

Por Albino Escribano Molina (abogado).

Artículo doctrinal publicado en la revista Abogados de Familia. nº 109


Durante el estudio de la carrera de Derecho, es habitual al hablar del matrimonio examinar la cuestión relativa a sus efectos, distinguiendo entre efectos personales y efectos patrimoniales. A la pregunta de cuales de ellos son más importantes, algunos piensan, en broma, que depende del momento: en su celebración, los personales, en su disolución, los patrimoniales.

Lo que no es discutible, en el momento de crisis y disolución matrimonial, es la complejidad de supuestos que plantea esa dualidad de efectos que derivan de su existencia y las diversas circunstancias que pueden producirse.

Al plantear la aplicación concreta de las normas deontológicas al ejercicio profesional en materia matrimonial, debe destacarse esa complejidad y la consiguiente importancia de la especialización profesional. Hay quien afirma que cualquiera puede llevar un divorcio, y quizá sea tan cierto como que cualquiera puede ponerse al mando de un avión. El problema son las consecuencias que pueden derivarse de que quien lo lleve esté o no cualificado para dirigirlo. En un mundo jurídico muy especializado, con diversas normas que afectan a los distintos y numerosos aspectos de los efectos derivados de las relaciones personales y patrimoniales entre las personas antes unidas en matrimonio, es preciso confiar en profesionales avezados en la materia. Lo contrario sería una irresponsabilidad.

Y la irresponsabilidad no es sólo de quien deposita su confianza en alguien no cualificado, por cualquier razón que sea, sino fundamentalmente de quien acepta un asunto sin la competencia profesional precisa.

El artículo 12.B.4 del Código Deontológico de la Abogacía Española (en adelante CDAE) establece que no debe aceptarse ningún asunto si uno no se considera apto para dirigirlo. Esta obligación primaria tiene relación con la esencia de la vinculación al cliente consagrada en el artículo 4.1 CDAE, al reseñar que se fundamenta en la recíproca confianza y exige una conducta profesional íntegra, honrada, leal, veraz y diligente. Aceptar un asunto para el que no estamos preparados, implica una vulneración de esa confianza, de la integridad que debe presidir nuestra actuación profesional.

Debe tenerse en cuenta, además, que la admonición en orden a no aceptar un asunto por no considerarse apto para dirigirlo, puede tener su origen no sólo en la falta de especialización en la materia, sino también en otras circunstancias, como puede ser la falta de tiempo suficiente para atender adecuadamente el asunto o la insuficiencia de los medios materiales o humanos para su dirección real y efectiva.

En asuntos relativos a materias que difícilmente se ven fuera de despachos concretos, es habitual no aceptar el asunto o remitir al cliente a uno de esos despachos más especializados. También son numerosos los compañeros y compañeras que, por decisión propia, no aceptan encargos relativos al derecho de familia.

Sin embargo, en la práctica observamos que la materia de familia, especialmente la que se deriva de crisis matrimoniales, es atendida por un gran número de profesionales. La cuestión que cabe planearse, desde esa perspectiva deontológica, es si estos profesionales están cualificados, preparados, para su dirección conforme a los principios expuestos.

A diferencia de la medicina, en la que existe una relación de especialidades que determina quien es quien en cada una de ellas, en el ejercicio del derecho no existe esa determinación y las únicas reseñas deontológicas en lo relativo a la especialización se refieren a la publicidad, prohibiendo la mención de especializaciones que no se basen en títulos académicos o profesionales, a la superación de cursos formativos de especialización profesional oficialmente homologados o a una práctica profesional prolongada.

Lo anterior permite calificarse, a efectos publicitarios, como especialista, aunque el alcance de esos títulos, cursos o práctica profesional puede ser muy diverso y, desde luego, no impide que un profesional no cualificado realmente pueda asumir un asunto cuyas peculiaridades no puede atender debidamente. No faltan quienes, como Rafael del Rosal, entienden que publicitarse como especialista en una materia sin que se sustente en título oficiales expedidos por el Estado constituye una práctica engañosa y desleal.

En estos casos, será la responsabilidad profesional la que en última instancia deberá atender una posible deficiente actuación. Puede decirse que esto no es importante: se asume el daño causado y a otra cosa. Sin embargo, del mismo modo que la indemnización por lesiones o muerte raramente satisface al perjudicado, la indemnización por daños causados por una negligente actuación profesional, aparte de la posibilidad de no satisfacer al cliente, causa un daño irreparable a la profesión.

Dada la importancia de los intereses en juego, parece evidente la necesidad de establecer medidas oportunas que permitan salvaguardar los intereses de los usuarios de los servicios jurídicos, exigiendo en los profesionales de la Abogacía una formación adecuada que, aunque no evite posibles negligencias, permitirá reducir al mínimo esa posibilidad.

En este punto, el nuevo Estatuto General de la Abogacía Española (en adelante EGAE 2021) aprobado por RD. 135/2021, de 2 de marzo de 2021, establece en su artículo 64 el deber de los profesionales de la Abogacía de seguir una formación continuada que les capacite permanentemente para el correcto ejercicio de su actividad profesional, exigiendo a los Colegios la organización de actividades formativas de actualización. Sin embargo, su artículo 65 sólo contempla la formalización especializada como derecho y no como deber, con lo que nos encontramos en una situación delicada: la falta de especialización, siendo necesaria, la sufrirá el consumidor de los servicios jurídicos que haya errado en la elección del profesional adecuado. Y esa elección del consumidor será más grave cuando haya sido inducida por una publicidad basada en una supuesta especialización o, como es frecuente, en el precio irrisorio de los servicios.

En similares términos al CDAE, el preámbulo del Código Deontológico de la Abogacía Europea establece que sólo se podrá aceptar un asunto “cuando esté capacitado para asesorarlo y defenderlo de una forma real y efectiva, y ello le obliga a adecuar e incrementar constantemente sus conocimientos jurídicos, y a solicitar el auxilio de sus compañeros más expertos cuando lo precise”.

Señala Roca Junyent (“¡Si, Abogado!. Lo que no aprendí en la facultad”) que la formación es una exigencia ética: “no pueden servirse eficazmente los intereses confiados a nuestra defensa sin contar con una excelente y constante formación. La calidad no es un lujo, es una exigencia ética. Pero es también una necesidad”.

Partiendo de la base de esa inexistencia de regulación relativa a la especialización profesional en la Abogacía, y siendo el único límite para su apreciación la propia consideración del abogado o abogada requerido para la llevanza del asunto, a esta limitación inicial se une, como indicaba, la actividad publicitaria, en la que parece que para la captura del cliente vale cualquier cosa. Y dada la relación asimétrica que existe entre el profesional y el consumidor que solicita sus servicios, la cuestión puede alcanzar tintes dramáticos.

Lo anterior se ve agravado por la existencia en la práctica, cada vez de forma más frecuente, de dos fenómenos distintos:

1º.- La existencia de sociedades de servicios profesionales no sujetas a ningún requerimiento deontológico y cuya publicidad y prácticas nada tienen que ver con los principios que inspiran a la Abogacía.

Se producen situaciones, simplificando, como la siguiente: “rellenen este impreso y mándenos la documentación que nosotros nos encargamos de todo”. Evidentemente, en algún momento de esa relación debe intervenir un profesional de la Abogacía que, según manifiestan en muchas ocasiones, ni siquiera han visto ni hablado con el cliente.

La complejidad de la materia unido a sus consecuencias prácticas de carácter personal, no parece hacer de esa vía un medio adecuado para atender las necesidades de quien precisa atención jurídica en un momento delicado, probablemente de los más delicados, de su vida y de la de sus personas próximas.

Pero, además, hay que estar atento al cumplimiento de las normas deontológicas, las cuales si que son aplicables a los Colegiados que presten sus servicios para esas sociedades de prestación de servicios, y, en particular:

-En caso de prestación de servicios en línea o a través de internet, el artículo 16 EGAE 2021 exige la identificación del profesional de la Abogacía que presta el servicio, así como el Colegio al que pertenece, lo que debe ser comunicado al cliente.

-El artículo 27 EGAE 2021 exige proporcionar al cliente, antes de iniciar la actuación profesional, la información a que se refiere su artículo 48, entre la que se incluye el nombre del profesional de la Abogacía, su número de identificación fiscal, colegio al que pertenece, número de colegiado, domicilio profesional y medio de comunicación con el cliente. Y sin son varios los que intervienen, los datos de todos ellos.

Estas obligaciones también las establece el artículo 12.B.1 del CDAE.

2º.- La existencia de una publicidad de servicios profesionales basada en el precio, que aprovecha el desconocimiento del consumidor en la materia.

Si bien la fijación del precio por los servicios de los profesionales de la abogacía es libre (artículo 26 EGAE 2021), esa fijación de un precio ínfimo, evidente para quienes desarrollan la actividad profesional de forma íntegra y especializada, puede tener un doble objeto:

  1. Realizar una actuación profesional de forma meramente sumaria y sin mayor consideración de consecuencias y efectos; o
  2. Atraer al cliente al objeto de desarrollar una actividad cuyo contenido real no tiene que ver nada con la publicitada ni con el precio anunciado, el cual es meramente un cebo, una forma de atracción.

-Ambos supuestos pueden considerarse, sin entrar en cuestiones de dignidad profesional, de difícil consideración veraz por, al menos, dos razones:

-La actuación profesional en un asunto concreto puede revestir tal complejidad que no puede reducirse a una frase o definición publicitaria. Difícilmente la propuesta encajará con la necesidad específica del cliente y se priva al cliente de conocer el alcance y consecuencias de la situación en que se encuentra: puede que necesite otra cosa distinta o que le sea perjudicial la actividad que se le realiza o el servicio que se le presta.

-Consecuencia de lo anterior es que, al simplificar una actuación fijando un precio, la situación real que no tenga que ver específicamente con la publicitada no se corresponderá con ese precio, que, para ser llamativo y efectivo, es irreal. El cliente se ve atraído a un despacho (si es que existe como tal) cuyo única cualificación y razón de su asistencia era el precio ínfimo. Si lo que el cliente necesita no es lo que se publicitaba, que dada la diversidad de supuestos y circunstancias es imposible prever, la forma de atracción ha sido la celada, el engaño, poco compatible con la veracidad exigida para la publicidad profesional y, sobre todo, con una actuación profesional digna.

En este punto, la publicidad de servicios jurídicos, las normas deontológicas pasan de puntillas, remitiéndose a la normativa general en la materia y a los principios esenciales y valores superiores de la profesión. No obstante, exigen tres requisitos fundamentales: deber ser objetiva, veraz y digna.

Una publicidad basada en precios mínimos, irrisorios en relación con un precio medio de mercado que responda a la importancia del trabajo, su responsabilidad y necesaria formación, no puede ser calificada de objetiva, ni veraz ni digna. No me referiré, por innecesario, a ejemplos recientes de verdaderos engaños a consumidores sobre la base de una publicidad basada en el precio (1).

Tampoco una publicidad basada únicamente en la palabra propia, “soy especialista”, tampoco es objetiva, veraz ni digna.

La realidad nos muestra que lo que en principio puede considerarse una ventaja para el consumidor, un precio muy reducido, se convierte en una simple forma de atracción, exacerbada por esa asimetría de la relación profesional/cliente, y, en numerosos casos, en la producción de un perjuicio en sus intereses que afectarán a toda su vida.

Por mucho que se empeñen los organismos regulatorios, todos ellos amparados por criterios economicistas y de mercado, la personas y sus problemas no son productos que se compran y venden al mejor postor o al que más ofrezca o menos exija. El derecho a la tutela judicial efectiva, el derecho a la defensa, no cuadra con cuadros de programas excel ni con teorías que explican muy bien, después de que haya pasado, lo que ha pasado.

Cualquiera que haya llevado un tema de familia sabe que nos encontramos ante un material sensible: sentimientos y relaciones. Y ante consecuencias patrimoniales de diversa índole relativas a lo más básico de la vida: vestido, alimentación y vivienda.

En 1919 escribía Angel Ossorio que “Urge reivindicar el concepto de Abogado. Tal cual hoy se entiende, los que en verdad lo somos, participamos de honores que no nos corresponden y de vergüenzas que no nos afectan”.

La Abogacía, profesión citada en cuatro ocasiones en nuestra Constitución, no es una actividad profesional mejor que otra, pero si distinta en cuanto que cumple una función social esencial que se orienta a hacer efectiva la justicia mediante el ejercicio del derecho de defensa, sin el cual no puede concebirse el Estado de Derecho.

¿Supone eso que exija un trato especial a otras profesiones? Es evidente que no, pero si una consideración y regulación que atienda a la trascendencia de su función en relación con los derechos de la ciudadanía.

La trascendencia de lo expuesto exige el rigor en la aplicación de las normas deontológicas en estos supuestos que, siendo conocidos por todos, proliferan en una profesión masificada y, en consecuencia, poco especializada. La excesiva oferta determina que profesionales que no ven satisfechas sus expectativas recurra a bajos precios (“O enamoras o eres barato”, se lee en el campo del marketing).

Pero esas circunstancias no deben servir de excusa. La protección de la profesión, de su dignidad, exige una actuación constante de la Abogacía institucional dirigida a la información y protección del consumidor, el cual se ve indefenso ante la actuación de sociedades no sujetas a norma deontológica alguna y a profesionales que, aprovechando esa situación asimétrica, de inferioridad de conocimiento, les hablan de conceptos jurídicos generales que no puede comprender en su alcance y consecuencias una persona lega en derecho.

Si la cuestión es la falta de medios económicos de los afectados, el profesional de la Abogacía tiene la obligación de informarles de la posibilidad de obtener el beneficio de la justicia gratuita, como consagra el artículo 12.B.2.c CDAE, a través de la cual, miles de abogados y abogadas, adscritos el Turno de Oficio y formados por los Colegios, pueden atender sus necesidades sin coste alguno para el consumidor y por un coste mínimo para el erario público.

La Abogacía Institucional, consciente del problema, también está tratando, dentro de las posibilidades que permite una legislación publicitaria que trata con idénticos parámetros la venta de un coche que la defensa de la vida de una persona, de atajar las practicas publicitarias que, sólo con verlas, leerlas u oírlas, chirrían en cualquiera mínimamente comprometido con los principios y valores esenciales de la profesión. Uno de los criterios fundamentales de esa autorregulación publicitaria en marcha es la prohibición de la publicidad basada en el precio.

Retomando a Ossorio, la reivindicación de la profesión, de su importancia y trascendencia, exige una conducta profesional íntegra, honrada, leal, veraz y diligente. Y es la propia Abogacía, a través de la regulación y exigencia deontológica, la que debe encabezar el cumplimiento efectivo de esos principios.


(1) La notoriedad de los escándalos, con gran perjuicio para los consumidores, provocados por sociedades de prestación de servicios sanitarios (odontológicos), no hace necesario aclarar que lo que caracterizaba a esas sociedades era una oferta de servicios a bajos precios, notablemente más reducidos que los normales en el mercado. En el día de hoy, se lee en prensa que una de las sociedades que parece ser ha sobrevivido a tales hechos se ha comprometido a promover un código de conducta publicitaria del sector con el objetivo de elevar los estándares de calidad de la publicidad de servicios y productos. Entre los compromisos adquiridos está el de limitar el uso del precio como reclamo.